

Ajenos al follón, el abuelo y el tío Luis están parados de pie como dos postes embobados, estudiando a la vecina que, para cambiarse la parte de abajo del bikini, ha decidido encortinarse en una toalla sin más ayuda que sus manos. Hasta que se da cuenta que manos sólo tiene dos y que el levante es más fuerte. Y mientras con una mano va subiéndose la prenda, de la otra se le escapa un pliegue de su cortina, dejando al descubierto pelámenes que asoman tímidos por encima del bañador como orejas de conejo por la madriguera. “Y yo sin traerme las gafas del lejos”, dice el abuelo. Mientras tanto, Jessi dice que pasa de la tortilla porque no le gusta si está empanada en arena. Y porque allí, a tres sombrillas de distancia, está horneándose un mullido pastel de ébano, de metro noventa y tatuaje tribal azucarándole el pecho. Y Jessi lo mira por detrás de las gafas de sol como quien mira por la puerta del horno, mientras piensa sin decir: ¡Quién le hincara el diente a ése! El negrón de sus fantasías no es precisamente ese que pasea flaquezas, alfombras y leopardos con forma de camisa por delante de las mirillas invisibles de cada hogar playero; sino ese otro del que hace un rato que Papá y el tío Luis se vienen riendo, pues dicen que se ha encasquetado el bañador con un calzador y que se ha dejado ahí dentro el palo de la sombrilla. Todo esto ante la indignación de Jessi, pero más que por solidaridad racial, porque Papá la sonroja cuando se marca ese terrible número musical que repite todos los veranos. Y se pone a entonar esa hortera (o eso le parece a Jessi) canción de “Mami, ¿qué será lo que quiere el negro? Mami, ¿qué será lo que quiere el negrooooo? Mami… Mami, ¿y el niño dónde está?” Eso pregunta Papá y Mamá que lo mira con ojos de búho, embebida como estaba en una conversación con la vecina, la de los pelámenes. “Ya vendrá, mujer, déjalo que navegue” dice el abuelo. Pero antes siquiera de que pueda parecerles que no viene, Mamá sale despavorida a por su niño, y se pierde ella también por las callejuelas de arena. Absorta en su Juanito el pequeño como va, Mamá no puede pensar en otra cosa, no puede escuchar la melodía de todas las playas: ni el soniquete aflautado del viento, ni el que voy que vengo que vengo que voy de las algas, ni el zumbido caliente y amodorrado del sol, ni el peinado de espuma que hacen las olas a la arena, ni tampoco a la mujer enlatada en el megáfono diciendo “Atención: se encuentra en el puesto de la Cruz Roja un niño que dice llamarse…” Es la misma canción de todos los veranos.