A la hora en que Juanito, el pequeño, va otra vez para el agua, flotador en ristre, yelmo de hombre rana, bañador rojo de los Power Ranger, y en la retaguardia gritos de “No te metas muy para dentro” o “Como tardes mucho voy a quitar el tapón de la playa”; a esa hora, entre la refriega con el agua salada y el solano en la cabeza, al estómago de Papá se le empieza a figurar la imagen del tortillón que aguarda escondido en la fiambrera de taperguare (que es de tapadera de rosca y nadie sabe por qué misterio sólo puede abrirla Mamá, como si fuera una caja fuerte de la que sólo ella conoce la combinación secreta). “El tintorro estará apucherao, mejor ni lo saques” –dice Papá mientras ve a Mamá trajinar con las bolsas de playa. “Ya te dije yo que tenías que haber comprado una nevera nueva.” –replica Mamá mientras le sirve a Papá el vaso de tintorro apucherao. A esa hora también, más o menos, llega de dar un paseo, con los pies en remojo, el tío Luis, el maestro solterón. Por el camino se ha fijado que todas las mujeres sentadas al sol leen el libro ese tan de moda, La reina en el palacio de las corrientes de aire, con los pezones al ídem. Sobre todo se ha fijado en lo segundo. La sombrilla, con su vestido de lata de refresco tiene, por su parte, inclinaciones diferentes. Pero más que imitar a la torre de Pisa, o saludar de una cabezada a la sombrilla vecina, parece implorar por recuperar su verticalidad. “Claro, si tú nunca me la metes bien”, suelta Mamá, la única que parece escuchar su ruego inanimado, y se dispone a recomponerla a la par que echa un par de reojos a Papá. Pero esta vez Papá no replica porque está en otra briega y no la oye o hace como el que no oye. Hay marea alta y Papá fortifica el chiringuito levantando una muralla, usando de pala el cuarenta y tres de su pie izquierdo. “No sé para qué” dice Mamá, y con razón. Porque el primer arietazo de las olas va a derrumbar las murallas inundando bolsas, rebozando pies, suspendiendo el concierto que Jessi, tumbada sobre la arena y absorta, lleva puesto en los oídos. En fin, mudando a todos los domingueros de la playa a otro improvisado campamento, a dos metros, o lo que es lo mismo, tres golpes y medio de marea, por detrás del anterior.
Ajenos al follón, el abuelo y el tío Luis están parados de pie como dos postes embobados, estudiando a la vecina que, para cambiarse la parte de abajo del bikini, ha decidido encortinarse en una toalla sin más ayuda que sus manos. Hasta que se da cuenta que manos sólo tiene dos y que el levante es más fuerte. Y mientras con una mano va subiéndose la prenda, de la otra se le escapa un pliegue de su cortina, dejando al descubierto pelámenes que asoman tímidos por encima del bañador como orejas de conejo por la madriguera. “Y yo sin traerme las gafas del lejos”, dice el abuelo. Mientras tanto, Jessi dice que pasa de la tortilla porque no le gusta si está empanada en arena. Y porque allí, a tres sombrillas de distancia, está horneándose un mullido pastel de ébano, de metro noventa y tatuaje tribal azucarándole el pecho. Y Jessi lo mira por detrás de las gafas de sol como quien mira por la puerta del horno, mientras piensa sin decir: ¡Quién le hincara el diente a ése! El negrón de sus fantasías no es precisamente ese que pasea flaquezas, alfombras y leopardos con forma de camisa por delante de las mirillas invisibles de cada hogar playero; sino ese otro del que hace un rato que Papá y el tío Luis se vienen riendo, pues dicen que se ha encasquetado el bañador con un calzador y que se ha dejado ahí dentro el palo de la sombrilla. Todo esto ante la indignación de Jessi, pero más que por solidaridad racial, porque Papá la sonroja cuando se marca ese terrible número musical que repite todos los veranos. Y se pone a entonar esa hortera (o eso le parece a Jessi) canción de “Mami, ¿qué será lo que quiere el negro? Mami, ¿qué será lo que quiere el negrooooo? Mami… Mami, ¿y el niño dónde está?” Eso pregunta Papá y Mamá que lo mira con ojos de búho, embebida como estaba en una conversación con la vecina, la de los pelámenes. “Ya vendrá, mujer, déjalo que navegue” dice el abuelo. Pero antes siquiera de que pueda parecerles que no viene, Mamá sale despavorida a por su niño, y se pierde ella también por las callejuelas de arena. Absorta en su Juanito el pequeño como va, Mamá no puede pensar en otra cosa, no puede escuchar la melodía de todas las playas: ni el soniquete aflautado del viento, ni el que voy que vengo que vengo que voy de las algas, ni el zumbido caliente y amodorrado del sol, ni el peinado de espuma que hacen las olas a la arena, ni tampoco a la mujer enlatada en el megáfono diciendo “Atención: se encuentra en el puesto de la Cruz Roja un niño que dice llamarse…” Es la misma canción de todos los veranos.