- Déjalo, ahí, hija, al lado de las camisas. Luego yo lo guardaré. Puedes irte si quieres – dijo doña Dolores sin despegar los ojos de la telenovela. No se había fijado en el sobre, ni en la flor que Rosa llevaba en las manos.
Rosa se quitó el delantal. Cogió el bolso y sacó el pintalabios y un estuche con un espejito. Inspeccionó su rostro. Pintó sus labios de rosa carmín y sus ojos de un azul suave y esponjoso. Se sacudió un poco la ropa y salió de la casa. Mientras iba por la calle Sagasta, miraba el gris empedrado de las calles. Volvió a reparar en la carta y la flor en sus manos. Leyó su nombre en el sobre. Se atusó la falda y se arregló el escote. Levantó la vista y se encontró con los ojos de una señora que limpiaba el portal de una casa. Le respondió alzando un poco el mentón, suave pero decididamente.
Llegó a la plaza de San Antonio. Las palomas comían migas que un viejo con boina y una chaqueta de cuero marrón les echaba. Unos niños correteaban jugando a la pelota. Se sentó en un banco y se quitó la chaqueta. El sol apretaba todavía entre las cejas y pesaba en los hombros. Posó la mirada en la luna del reloj de la iglesia de San Antonio. La aguja más delgada ya iba acercándose a lo alto y fue contando los segundos que faltaban para las seis:
Cincuenta y siete, cincuenta y ocho, cincuenta y nueve…
¡Las seis! Antonio guardó el libro de Bécquer, cerró la cartera y esperaba que el señor de las barbas que hablaba desde el estrado diera el pistoletazo de salida. Pero no parecía tener intención de abandonar su discurso, así que Antonio empezó a tocarse el reloj de pulsera, mientras su compañero se reía con una mano en la boca. El profesor tardó diez minutos en darse cuenta del gesto, como si no oyera los bufidos de la clase. Al fin dijo: “Podéis marcharos.” Y aquello sonó como un grito liberador. Antonio dejó atrás la clase, sorteó la avalancha de los de primero, y bajó las escaleras a saltos. Cuando se dio cuenta, el instituto había quedado atrás. En la parada del autobús, cerca del árbol del Mora, volvió la cabeza. Esperó unos segundos de pie, pero no pudo contenerse. Empezó a andar deprisa dejando las calles atrás, mientras la gente y los edificios pasaban efímeras. Cruzó Doctor Marañón por delante de un coche, pero siguió sin hacer caso a los gritos del conductor. Sacó un sobre de la cartera, lo abrió y empezó a leer la hoja que había dentro, una frase en cada zancada. Luego volvió a mirar la hora y salió corriendo. Así siguió hasta dejar atrás el parque Genovés, tras saltar por encima de un caniche y golpearse con una señora gorda.
Cuando llegó a la plaza del Mentidero, se frenó. Se apoyó en un banco y tomó aire. Se arregló el pantalón vaquero, se limpió los zapatos con saliva y se arregló el pelo. Repasó mentalmente las líneas escritas en la hoja. Descubrió su propia voz balbuceando entrecortada y se dio cuenta de lo tembloroso que estaba su cuerpo y lo gacha que quedaba su cabeza. Tomó la decisión de ponerse recto y caminó diligentemente por Veedor hacia San Antonio. Volvió a mirar el reloj que marcaba casi las siete menos cuarto.
Llegó a San Antonio. Encontró al fondo a una chica. Se escondió detrás de una farola y se quedó mirándola durante un rato. Llevaba minifalda y una blusa con mucho escote. Estaba sentada en un banco con las piernas cruzadas. Movía nerviosamente una, mientras el tacón marcaba en el suelo el ritmo. Con las manos arrancaba el último pétalo de una flor. Tiró al suelo el tallo deshecho y sacó del bolso un sobre. Lo rompió en pedazos que cayeron al suelo, esparcidos al poco por el viento. Sacó el móvil, y empezó a hablar con alguien:
- Lo he vuelto a hacer. Quilla, no sé que tengo, debe ser que les espanto, porque no me lo explico. No, esta vez, es que ni le he visto la cara. Lo que me quedaba ya, vamos. Sí, una carta con una flor, en el portal de la vieja de la casa en que estoy trabajando. “Para Rosa” ponía. Yo, al principio me reía, pensando: ¿quién será este loco? porque es que me decía unas cosas: “Si alguien forjara los siete mares en dos piedras preciosas, no serían más bellos que tus ojos”. Sí… Y yo: “Uy, por favor” A mí, estas cosas, no… hombre, a una siempre le gusta que le echen piropos, pero así… de esta forma. Pensé que era un viejo verde. Claro: ¿quién habla así hoy, quilla? Me citó esta tarde a las seis y cuarto en San Antonio. Y no iba a venir, ¿eh? Pero es que al final, me dice: “Nos veremos muy pronto, Florecita”. Sí… no te rías, encima –. A Rosa se le desfrunció el ceño dejando escapar una sonrisa – Escucha, eso es lo que me decía mi madre de pequeña, “Florecita”, así que digo: tiene que ser alguien que yo conozca, que me lo haya oído decir, y eso no se lo voy diciendo yo a mucha gente… Sí, hombre, sí, el Rafael con lo bruto que es. Sí, ese nada más que sabe hablar de tetas. Si cuando estábamos en el pub el otro día, me hablaba sin mirarme a los ojos. La cosa es que yo ya estaba intrigada, porque se veía que lo sentía: “Por favor, ayúdame. Esta soledad me está deshaciendo. Lloro todas las noches pensando en ti”. Otra vez, que no te rías. Pero mira, después, tres cuartos de hora llevo aquí. Yo ya lo tengo claro, los tíos que vayan por derecho, si no… Con el Luis, lo mismo me pasó… Muy buenas palabritas, y luego... Claro… A ti también, ¿no? Claro, no… todos iguales. Pero esto tiene que haber sido algún gracioso. Como yo lo coja, vamos…
Mientras la oía, Antonio miraba el papel que tenía en las manos. Lo guardó en el sobre y lo devolvió a la cartera. Las líneas que había memorizado se iban desvaneciendo en su mente. Agachó la cabeza y, con los ojos entrecerrados y fijos en las losas de piedra vidriadas de San Antonio, se dio media vuelta y echó a andar por donde había venido. Cuando iba a cruzar la calle, oyó una voz de mujer gritar su nombre a la espalda:
- ¡Eh, Antoñito!
Se quedó petrificado, como si todo la plaza le estuviera mirando y señalándole. No pudo más que girarse y hacer una mueca, esperando que fuera interpretada como una sonrisa.
- ¿Qué haces aquí, tío? ¿Vienes del instituto? ¿Qué guapo vas, no quillo? He salido de tu casa hace un rato. Tu madre se levantó hoy mejor.
Respondió ladeando un poco la cabeza. Mientras miraba aquellas piernas de fin de semana, acertó a decir algo:
- El Barbas nos ha tenido casi un cuarto de hora de más.
- Uf, es que ese es un pesado, a mí también me dio clase. ¿Vas a tu casa? Anda, vente conmigo y tomamos algo. Yo te invito.
Cuando iban llegando a la plaza del Mentidero, el sol les acariciaba con una luz tibia. Antonio sintió que algo erizaba la espalda hasta el cuello del jersey. Rosa dijo con la voz un poco tomada:
- Antoñito, escúchame una cosa. Cuando te eches una novia, trátala bien, cuídala y dale cariño. Y de vez en cuando, le haces algún regalito, para que vea que la quieres. Pero nunca, acuérdate lo que te digo, nunca le escribas cartas de amor.
10 comentarios:
Vaya palo, cómo se te ocurren estas cosas.
Está claro que lo tuyo es la vida misma, nada de terminar comiendo perdices ni guarradas de esas.
Tendremos que ir acostumbrándonos.
Un saludo.
Toda una historia de amor adolescente, verídica y real. A mi ya me queda muy lejos escribir de esa época, pero me gusta y me recreo leyéndo relatos cuando son tan buenos como el tuyo.
Un saludo,
José María
He vuelto a pasear por Cádiz, como hacía tiempo, gracias a tu relato. Final previsible pero no por ello más deseado. En la adolescencia el amor y sus notas se pasean de mano en mano. Después, cuesta escribir
Tengo alguna carta de amor guardada, que se ha puesto de color sepia por los años. De todas formas esa carta sigue manchada de tinta con palabras que ya nunca se van a borrar, ese amor ha quedado grabado en los años y se reviví cuando se abre la cinta que rodea el pergamino.
Por eso ¡nunca escribas cartas de amor! Si no quieres que se te recuerde.
Precioso tu texto.
Biquiños gallegos
Jooo que bonito, un amor de adolescente, un amor imposible...
Me ha encantado!!!
Besitosssssssss
Muy bueno tu vocabulario,para tan corta edad.Sabes mientras te leia,recorde un pequeño libro que leia cuando era una jovencita, el"Corin Tellado". Eran historias de amor, y tu tienes ese estilo,David.Te Felicito. Te dejo Un Beso ... Silvi.
¡Qué más quisiera Corín Tellado! Eres grande David. Llevas el relato con maestría sin perder la dulzura y la sensibilidad. Es muy fácil y grato leerte, de verdad. Estoy orgulloso de ser testigo de tu evolución como escritor, porque tú eres escritor, no lo olvides.
Antoñín
Bien, bien, bien. Cambias de registro sin dejar la calidad.
Juan
Entre el paseito que me he dao de la mano de Antonio y lo que me ha recordado lo tímida que era de pequeña con los niños que querían salir conmigo este relato, con la venia, me lo calificaré de autorretrato. Bellísimo, David.
Ra
A buenas horas vengo a hacerte este comentario David, puede que no lo leas nunca porque si no recuerdo mal estamos en 2009. Me ha encantado el paseo por Cádiz y como recreas la situación en cada frase. Y sí, estoy de acuerdo, nadie debería escribir cartas de amor, sencillamente porque lo escrito permanece y ya nos duele una simple mirada que interpretamos a nuestro antojo como para tener un soporte al que remitirnos. Estoy de acuerdo con el compañero, eres un "escritor".
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