domingo, 12 de junio de 2011

El Cielo de los Gigantes (Parte 1 de 3)

El padre Lucas se empeña en decir que si le hacemos caso algún día seremos hombres de orden. Él desde luego eso del orden nunca se lo salta. Adán y Eva, la serpiente, una pareja de cada animal, la torre de Babel, Abraham y Moisés… Todos los años la misma historia, uno detrás de otro. Los niños con los niños, las niñas con las niñas. Los buenos al cielo y los malos al infierno. Pero hay cosas que, por más que el padre diga, yo no les encuentro sitio ni entre pitos ni entre flautas.

Me di cuenta el otro día cuando lo de la cueva y la calavera. Me escapé del sermón del padre Lucas aprovechando que él estaba vuelto de espaldas, salí por entre las banquetas de la capilla como una serpiente. Cogí el camino de detrás del colegio y subí al monte desfilando como un soldado del Hazañas Bélicas. Después de un rato me encontré con la entrada de la cueva. Estaba escondida entre las piedras y los árboles por la vereda que va a las viñas. Llegar hasta allí y entrar en la cueva fue la aventura más grande que yo podía imaginar. Yo era el Capitán Trueno buscando al Dragón de Gontroda, el capitán Hills cruzando la selva negra, Simbad el marino en la gruta de las maravillas.

Luisito Benítez también venía.

Luís, Luisito Benítez no quería bajar porque decía que iba a mancharse sus zapatos Gorila. Decía que eran nuevos, que su madre se los había comprado en la zapatería de Don Eusebio, y que le había dicho que no se le ocurriera manchárselos, que su padre ganaba el dinero con el sudor de su frente. Le dije que si bajaba le cambiaba mi estampita de Amancio por la suya de Pirri.

Así que bajó, pero al final de la cuesta se resbaló con una piedra, se cayó y se manchó de barro los zapatos Gorila que su madre le había comprado con el dinero que ganaba su padre con el sudor de su frente.

La cueva era tan grande como la casa de un gigante, así que pensé que con suerte vería uno. Seguramente era un gigante peludo de tres ojos de las cuevas de Mongolia, de esos que salían en el Capitán Trueno. Las paredes eran muy altas, lisas y amarillas. Entraba luz porque había algunas grietas por el techo. Seguramente eran las ventanas que el gigante había hecho para que no estuviera oscuro. O a lo mejor era la cueva de los cuarenta ladrones. Me frotaba las manos pensando que en cualquier momento iba a dar con el tesoro. Probé a decir “Ciérrate Sésamo” pero la entrada no se cerró. A lo mejor tendría que haberlo dicho en el idioma de los moros.

Cruzamos un pasillo y luego fuimos a la derecha. Me fijé que en una pared había unas letras muy raras que ponían SFCO AÑO DE 1842, DON DIEGO DE ALEJO. Lo primero no lo entendí, pero lo de Don Diego de Alejo digo yo tenía que ser el nombre del gigante que vivía allí.  Aunque me pareció un nombre un poco raro para un gigante, la verdad.

Entonces me fije que al fondo del nuevo pasillo se veía una montaña grandísima. El corazón se me iba a salir del pecho. Me relamía la boca pensando en las miles de monedas de oro, en los diamantes y en las esmeraldas. Me compraría un barco y cruzaría los siete mares, y ya no tendría que escuchar nunca más al padre Lucas, ni tendría que acompañar al cobarde de Luisito Benítez, sino que conocería a Sigrid, y luego al Cid y al Jabato y lucharía con piratas y con pájaros gigantes como los de las películas del Cine Saucedo.

Lo que pasó es que la montaña era de basura.

“Qué montón de porquería”, dijo Luís, que es un aguafiestas y un rencoroso. A mí también me daba un poco de asco, la verdad. Una peste allí. Pero, para no achantarme le dije que seguro que las monedas de oro, los diamantes y las esmeraldas estaban escondidas en la basura. Que seguro que el gigante Don Diego de Alejo había puesto ahí todo ese montón para que nadie entrara y se lo llevara.

Así que como yo allí dentro era como Alí Babá y a Alí Babá no le hubiera importado mancharse y llenarse de peste, escalé la montaña y me puse a rebuscar. Pero lo más interesante que encontré fue la rueda de un coche a cuerda. Me enfadé un poco así que cuando bajé le di una patada a una botella de vino. Pegué un salto y justo detrás de mí cayeron rodando otro montón de botellas rotas. Le siguieron unas tablas de madera, trozos de ladrillo, unas cajas con libros viejos y un montón de polvo.

Fue entonces cuando vi la calavera.

2 comentarios:

Cuenticiente dijo...

Pos ya tengo yo ganas de saber más sobre la historia, que me quedé intrigada.

Equilibrista dijo...

Gracias Chari por leerlo ^^ En ná y meno pongo la continuación

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