viernes, 1 de julio de 2011

El Cielo de los Gigantes (Parte 3 de 3)

Entonces me fijé que la calavera tenía un boquete redondo y pequeño en mitad de la frente. Estaba claro, era un gigante peludo de tres ojos de las cuevas de Mongolia. Seguramente el resto del esqueleto tenía que estar desparramado, oculto entre la montaña de basura. Pero claro había otro problema. El padre Lucas había dicho que ni los perros, ni los gatos ni los animales van al cielo ni al infierno. Y yo no sabía si los gigantes peludos de tres ojos iban a algún sitio. Pensé en que al pobre gigante le podría haber caído encima la montaña de basura mientras dormía, igual que le habían caído los escombros a San Francisco en la capilla, y me dio mucha pena.

Pensando en esas cosas, no sé por qué me entro una calor y un sueño muy grande, creo que fue por el sol o por la peste, y ya no me acuerdo bien lo que pasó después. Sólo que me sentía muy a gusto por haber encontrado la cueva y la calavera del gigante, que ya no me daba ningún miedo, y que me daba igual si era pecado o no estar allí porque era lo mejor que me había pasado nunca.

Lo malo es que Luís, Luisito Benítez, además de un cobardica y un rastrero, va para monaguillo.

Muchos días después me enteré que el carro de la basura que pasa todos los días por el colegio y la capilla de San Francisco, luego sube para el monte y llega hasta la cueva. El día de la calavera, Luís iba llorando cuando se encontró con Paco, el de la basura, el que lleva el carro. Y el asqueroso fue y le dijo que estaba perdido, que se había cagado en los pantalones, que se había manchado de barro sus zapatos Gorila, y que todo era culpa mía por meternos en la cueva del gigante Don Diego de Alejo.

Me despertó un dolor horroroso en la oreja, unos tirones arrastrándome del brazo, y la cara del padre Lucas hecho una fiera. Me gritaba que cómo se me había ocurrido meterme en la cantera (él llamaba así a la cueva del gigante), que iba a acabar convertido en un quema iglesias, y que el castigo iba a ser ejemplar. Entonces se me ocurrió decirle que yo lo que tenía era conciencia errónea. Que eso es cuando haces algo malo, pero no sabes que es malo y por eso no es pecado. Es lo que decimos los niños de la clase al Padre Lucas para que nos quite el castigo. Me inventé que estaba buscando a los cristianos que vivían escondidos en cuevas, porque los romanos los querían echar a los leones como había visto yo en la Enciclopedia Álvarez. Pero no me hizo ni caso.

Las cachetadas del Padre Lucas duelen todavía más que las de mi padre. Pero yo ese día me tragué las lágrimas. No solté ni una. Sí, porque por mucho que me castigara y me dijera que me iba a quitar a base de palos los pajaritos de la cabeza, por mucho que los otros niños me digan trolero, yo no me voy a achantar porque yo ese día me metí en la cueva del gigante peludo de tres ojos Don Diego de Alejo y me encontré su calavera. Y por mucho que diga el padre Lucas que si le hacemos caso a él nos haremos hombres de orden, yo hay cosas que no les encuentro su sitio ni entre pitos ni entre flautas.

1 comentarios:

Equilibrista dijo...

Tercera parte de un relato que me gusta mucho, especial para mí. Tengo un buen recuerdo de cuando lo escribí. Sé que es un poco largo, pero si os da por leerlo a alguno/a, espero que os guste. Me influyeron y me inspiraron Manolito Gafotas, Cuéntame cómo pasó y El Capitán Trueno. Los cómics, o mejor, los tebeos con los que he adornado son en homenaje a las historias ilustradas de la época.

Quizá algún día en el futuro escriba más historias sobre este niño :)

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