Me vais a permitir que cometa la osadía de colgar este relato, uno de los primeros que escribí en un taller literario. El ejercicio consistía en escribir una historia sobre una anécdota importante de nuestra infancia. El resultado fue este relato basado en experiencias de niñez y preadolescencia. Hoy me avergüenza un poco por lo experimental e ingenuo, pero creo que es válido por lo valiente y aventurado. Seguramente no se entiendan muchas cosas, pero por ese valor que tiene para mí, siento que esta historia tiene también que estar aquí en el blog.
En la habitación de mi hermana hay una figurita de una bailarina. Si le doy cuerda, suena una canción. Ahora que la estoy oyendo, vienen a mi mente recuerdos de aquella excursión de fin de curso, cuando terminé la E.G.B. La canción es la lambada. Tendría doce o trece años:
Un día de primavera. Era muy temprano. Tenía mucho sueño. “Venga que ya es la hora”. Me puse la ropa. “Ten mucho cuidado”. Mi madre y yo subimos al coche. “No te vayas a perder”. Llegamos al colegio. “Tú siempre detrás de los profesores”. Muchos besos en mis mejillas. “Pórtate bien, ¿eh?” Una sonrisa entrañable en sus labios y su mano agitándose.
El autobús partió del colegio hasta la estación de Sevilla. “Venga, ahora bajarse, coged las maletas y todos quietos y a esperar el tren”. Los graciosos bamboleos del cojo, el profesor de inglés. Era simpático y se me daba muy bien su asignatura. Un fuerte peso sobre mis hombros. “Hola David”. “Hola Irene”. “¿Dónde vas con tantas cosas?” “jeje”. “No te quedes solo, allí está Jaime”. “¡Mirad, ya está aquí el tren!”
El traqueteo del tren, pesado, incesante, durante horas.
“¿Por qué me pitan los oídos?”
La figura de “el largo”, el profesor de gimnasia. Me hacía la vida imposible. Yo estaba gordito, me costaba hacer los ejercicios y me ordenaba repetirlos veinte veces. Los compañeros se reían de mí y me daba mucha vergüenza. Era muy tímido. “Habréis notado que ahora os pitan los oídos, es por la presión al subir de altitud”. Pensé y no me atreví a pensar: “Estúpido listillo”.
Estación de Lleida. Hemos llegado. “Venga niños. Aquí cogeremos un autobús que nos dejará en Espot”. Llegamos a un hotel. Nos equivocamos. “Es más arriba, en aquella montaña”. Curvas. Curvas. “No llegamos nunca”. Náusea en el estómago. “Necesito una bolsa de plástico”.
Llegamos por la noche. “En este apartamento van Julio, Juan, Roger y Alejandro y David”. Jaime y José eran dos amigos míos. Robger y Ale eran dos chicos mayores que habían repetido curso no recuerdo si dos o más veces. Se pidieron dormir con nosotros, tres pipiolos. Nos trataban bien y hasta nos hacían reír con sus chistes. Pero eran mayores. El cojo nos dio dos copias de la llave. Nuestros apartamentos estaban cerca de un hotel en cuyo comedor nos reuníamos para cenar. Una enorme sala llena de luz y la algarabía de todos los compañeros. Un sándwich rancio con queso fundido por encima, espaguetis con tomate sin tomate. “Bueno y ahora a dormir, que mañana tenemos que ir a hacer rafting al río. Hoy no iremos a la discoteca, pero mañana sí. Quiero veros a todos en la cama y nada de salir ¿vale?”.
Julio, Juan y yo nos fuimos al apartamento. A Roger y Ale no los vimos llegar. Desde fuera, los apartamentos eran muy bonitos, todo de madera, con el techo a dos aguas, con escaleras al exterior que comunicaban un piso y otro, y césped alrededor. Pero el interior era distinto. Estaba muy descuidado. Los colchones eran viejos y sucios. La cortina del baño estaba apunto de desprenderse. Nos pusimos el pijama y nos fuimos a dormir. Los tres en la misma habitación. La de Ale y Roger estaba al principio de un pasillo y la nuestra al final, con una sala y el baño en medio. “Yo me pido ésta” “Y yo ésta”. “Jo, yo tengo que dormir en esta con el colchón tan bajo” Julio apagó la luz. Aquella primera noche no conseguí dormir bien entre la náusea del viaje y aquel colchón viejo. Hablamos:
“¿Mañana hacemos rafting, no?” ¿Qué es eso?” “Me han dicho que vas en una balsa bajando por un río.” “¡Qué guay!” “¿No créeis que los niños y las niñas están cambiando?” “Yo creo que es desde que están saliendo en El Pregonero” “Pues yo voy a ir el año que viene.” El Pregonero era un bar de mi ciudad, donde iban los jóvenes a bailar. Aunque claro, yo no había estado nunca porque mi madre decía que todavía era muy chico. “¿Y a ti quien te gusta?” “A mí la Marina”. “Pues a mí la Lara”. “pues a mí… no lo sé”. Yo hablaba poco con las niñas. Me gustaba una amiga de la infancia, también amiga de los otros dos. Era muy simpática conmigo. Aunque ahora solía estar más tiempo con las niñas que con nosotros. No me atreví a contarlo.
Silencio. Eran las dos de la mañana. Todo oscuridad, pero de improviso se oyó la cerradura del apartamento. Risitas de niñas y voces masculinas. “Vamos, vamos”. “Shhh, no hagáis ruido”. “Ja, ja, ja”. Se abrió la puerta de la otra habitación y cuando se cerró, las risas sonaban más apagadas. Un rato de rumores, luego sordos gemidos, un sostenido chirriar de muelles y de vez en cuando alguna risotada. Al fin, de nuevo abrir, cerrar, risas, adiós, abrir y cerrar. Después silencio. “¿Qué ha pasado?” “¿Estoy sólo yo despierto?”
Antes de que me diera cuenta de que estaba dormido, un toc-toc en la puerta. Era el cojo: “Vamos niños a vestirse que nos vamos”. “¿Ya?” Era de día. Julio descubrió dos cucarachas debajo de su colchón. “Qué asco. Tienes que decírselo al maestro”. Desayuno en el comedor. Tostadas insípidas y mantequilla empaquetada. “Hola”. “David, ¿tú también te mareaste? Yo es que me pongo muy mala”. “Hola Irene”. “¡Hola Juan!” “¿Sabes lo que ha descubierto Julio…?” “¡Qué asco!” Luego, más autobús y más paisajes de montaña.
Cuando volvimos de hacer rafting y tiro con arco, pasamos la tarde en los apartamentos. Alejandro y Roger nos llamaron a su habitación. Allí, la primera revista porno de mi vida. Una sensación misteriosa, rebelde. “Como está esta piba quillo” “Yo la poníoa mirando pa…” “Calla que tú ya te hartaste anoche” “Ustedes tres no decí ná, ¿eh?” “Callaítos. Mirad, mirad esta otra…” Una recién descubierta complicidad hacia nuestros vecinos, y a la vez una perspectiva amenazante. No estaba seguro de lo que había pasado allí la noche anterior. Era demasiado tímido para contárselo a alguien, desde luego para preguntar, y por supuesto para decírselo a algún profesor.
Luego la noche. “Vamos a cenar”. El enorme comedor del hotel. Voces por todas partes. “Ah, qué guay tirarse por el río. Yo quiero repetir”. “Y el tiro con arco también”. “Yo me imaginé la cara del cojo en el centro de la diana”. “¡Ja, ja, ja!”. “¿Está buena la Lara, eh? con esa falda”. “Pues ayer yo estaba en la ventana por la madrugada y la vi llegar muy tarde. Iba con Adriana”.”Es verdad, yo escuché la puerta. Su apartamento está al lado del mío”. “Qué guapo está Antonio. Se ha pelado a capa.” Hola David”. “Hola Irene”. “¿Lo pasaste bien?” “Me dio un poco de miedo. Me caí de la balsa” “¿A que sí?, yo porque me agarré mucho que si no… Iba muy rápido”.
Al final, la discoteca. Un oscuro agujero que estaba debajo del hotel. Se accedía por unas escaleras cerca del comedor. Por primera vez veía a chicos y chicas bailar. Sentí vergüenza. Yo nunca lo había hecho. Los gritos chirriantes de las chicas eran los sonidos estridentes de la música dance. El martilleo de sus acordes eran las voces púberes de los chicos. Llegué allí con Julio y Juan. Pero ya no estaba con ellos. Estaban bailando. Más vergüenza: “¿Qué haces que no bailas?” “¡Ja, Ja!” El ritmo cambió, se hizo lento y los cuerpos se pegaron. Isla de inocencia. Baldosas oscuras. “Me voy.”
Pero entonces otro cuerpo perdido, una mirada de la infancia, su sonrisa, el palpitar de mi corazón, el calor entre sus brazos… y esta canción: la lambada.
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