lunes, 25 de junio de 2012

Bromomos

Este fin de curso ha sido muy mitológico para mí en los dos talleres en los que participo. Este relato merece una explicación. Es uno de los que he escrito para el cuadernillo del Club de Lecturas Libres Leyendas del Anfiteatro / Experimentos en la Caverna. Nació de un juego que planteamos en el taller después de leer la novela de Michael Ende "Momo". La niña protagonista vive en un anfiteatro, en el que su gran amigo Gigi hace las veces de cicerone ante los grupos de turístas. Lo curioso es que Gigi cada vez se inventa una leyenda nueva, y es cuando está cerca de Momo cuando más se inspira. Bajo el influjo de Momo y a la manera de Gigi, teníamos que contar nuestra versión de la historia del anfiteatro. Aquí os dejo la mía, espero que os guste:


Cuenta la leyenda que el origen de este anfiteatro que hoy contemplan ustedes está en un dios (o diosa pues las crónicas son confusas en este punto) de la Antigua Grecia, que se llamaba Momo. Resulta que a Momo le encantaban las bromas y los chistes y le chiflaba burlarse de los demás dioses. Eran tan conocidas las chanzas de Momo que hasta había una palabra para ellas: bromomos. Así, cuando un diosecillo menor sufría uno de estos bromomos en público, se celebraba la ocurrencia con carcajadas por parte del corrillo divino que se congregaba en los bosques, o en las orillas de los ríos o en las tabernas del Párnaso. Siempre para resignación de la víctima que agachaba la cabeza ante la mofa general, pero que acababa olvidándolo todo con los buenos vasos de vino que Momo y sus amigos tomaban hasta altas horas de la noche.

Eso ocurría con los dioses de menor abolengo y con las criaturas de arrestos sencillos como los sátiros o las ninfas. Con los gerifaltes del Olimpo ya era otra historia, pues la mayoría era gente muy emperifollada, ya se sabe como son los capitostes. A Hefesto el más feo y encorvado de todos los dioses siempre lo saludaba Momo con la misma coletilla: “Hola Hefesto, cara de tiesto” espetaba ante la cólera del dios. Un día Momo le cambió su martillo forjador de armas por un martillo de plástico, lo que provocó la derrota de los griegos en una batalla de la guerra de Troya. Y es que de la forja sólo salieron pelotas de goma, antifaces de broma y caramelos. Al menos las tropas pudieron celebrar una fiesta de vuelta en casa.


Afrodita era la más coqueta, presumida y puntillosa de todas las diosas. Para los banquetes y bailes olímpicos escogía con extrema meticulosidad hasta el más mínimo detalle de su atuendo. Si no estaba pomposamente perfecta, jamás salía de su morada. Esto incluía especialmente un peinecillo de oro que la diosa había comprado en el lejano oriente. Le había costado millones de dracmas y además había sido la chispa que provocó una guerra, pues era un tesoro real que ambicionaban dos familias herederas al trono. Pero esa es otra historia. La cosa es que poco antes de una gran fiesta, Momo consiguió infiltrarse en la alcoba de Afrodita con un disfraz de cortesano y robó el peinecillo de la discordia. En su lugar dejó uno hecho de madera barata, pero Momo lo había recreado tan idénticamente que la diosa no fue capaz de darse cuenta. Pero claro, en la fiesta el peinecillo se partió ante el escarnio general y ante la indignación de la diosa que aquella noche devoró enfurecida a tres de sus lacayos.
Pero lo peor vino con el gran jefe. Eso fue lo que provocó el destierro de Momo y la posterior aparición de este anfiteatro que tienen ustedes ante sus ojos. Resultó que Momo se atrevió a gastarle un bromomo, pero de los gordos, nada más y nada menos que al grandísimo Zeus. Ya se sabe que el gran jefe repartía los rayos al mundo, construía y destruía bosques, montañas, ciudades a su antojo. Aquel día, Momo consiguió llegar a la cima del Monte Olimpo y desde ahí alcanzó el trono del dios en la nube más alta de la tierra. No se encontraba Zeus en sus aposentos celestiales en aquel momento (seguramente estaba inmerso en alguno de sus escarceos terrestres convertido en caballo, tejón, aceituna o alguna otra disparatada forma). Allí se había dejado Zeus su saco de truenos y lo que hizo Momo al verlo fue cambiarlo por un saco de flatulencias reconcentradas, es decir, de pedos. Aquel día, cuando el gran dirigente de los dioses volvió a su nube, en lugar de rayos destructores, lo que repartió fueron pedos de todo tipo. Los chirriteos, popotrazos y pedorrillas reconcentradas sonaban por toda la Hélade ante las carcajadas de los ciudadanos. En los mentideros se empezaron a decir cosas como: “Qué mal le sientan últimamente las habichuelas al gran Peus”. Fíjense que al máximo dios estuvo oliéndole la mano a flatulencias hasta más de dos años después.
Claro que la ira del gran jefe llegó mucho antes de que el Olimpo se ventilara. Zeus desterró a Momo para siempre del Olimpo y de toda la Hélade. Y para mayor muestra de su inquina, le cortó a Momo las manos y le colocó encima a dos palmos de su cabeza una nube de lluvia que le seguía a todas partes. Pero Momo no se arredró y en el propio juicio declaró que, en contra de lo que todos los olímpicos pensaban, era capaz de hacer cosas de provecho. Juró que lo demostraría levantando una obra en honor del buen humor y la alegría, y afirmó que desde el mismo Olimpo se podría contemplar esa creación y que todos los dioses tendrían que ver siempre cuál es el espíritu que debe regir el mundo. Antes de irse, Momo terminó diciendo: “Y además Zeus, no tienes la menor imaginación para gastar bromas. Una nube en la cabeza…”
Y fue así como Momo llegó a este país. Pese a su jovialidad natural, la soledad, la tristeza y la melancolía empezaron a embargarle. A punto estuvo de abandonarse a la desidia y de terminar para siempre con su proyecto. Fue entonces cuando, pese a la prohibición de Zeus, fueron a buscarle sus diosecillos amigos, aquellos que se divertían con sus chistes y ocurrencias. Memé, un dios muy ocurrente, le construyó unas manos con ramas de los árboles. Eran muy elegantes y tenían el único inconveniente de que había que podarlas de vez cuando. Radú, el dios de los ingenios mecánicos, inventó un sistema que filtraba el agua que caía sobre Momo directamente a una cantimplora. Allí estaban también Pinta, Disfraz, Salubrino, Mascarada y otros muchos amigos. Combinando sus múltiples habilidades, los diosecillos rebeldes construyeron cuatro grandes edificios donde se celebrarían fiestas de disfraces, comedias, banquetes del júbilo, obras de teatro. Constantemente se realizarían estos espectáculos en uno y otro de los edificios y la gente podría elegir a cuál ir. Además Momo inventó una nueva modalidad de arte donde un grupo de amigos disfrazados cantaría a una sola voz, con letras irónicas y satíricas que hablarían de las penurias de los estirados dioses olímpicos. Por supuesto Radú se había encargado de diseñar un sistema de pararrayos y parapedos convenientemente colocado en las instalaciones.
Dos de los cuatro edificios eran circulares, en ellos se celebraban las obras que necesitaban de mayor montaje. Estos se componían de un escenario y unas gradas como las que ustedes pueden ver aquí. Los otros dos tenían forma de M, se componían de varios pisos y pasillos en los que había numerosas obritas pequeñas y monólogos donde los actores y actrices estaban junto al público.
Y de este modo cuando estuvo terminada la construcción de los cuatro edificios, desde el cielo podía leerse la palabra:
MOMO

Y efectivamente eran tan grandes los edificios que desde el mismo Olimpo se podía ver la creación de aquel picaresco dios. Día y noche se celebraron actos y fiestas para todo el pueblo en aquel lugar.
Pero claro, ya se sabe que a los gobernantes les gusta ser los que administran el ocio de los ciudadanos. Rápidamente llegó hasta los oídos de Zeus lo que se hacía allí, lo que se contaba y lo que se cantaba, y el sambenito que le habían colgado de dios de los pedos. Y sobre todo, tenía que aguantar el observar constantemente el nombre de quien le había puesto en ridículo. Así que el furioso Zeus, con la ayuda de los demás dioses de los que Momo se  había mofado, arrampló con la obra que el dios de las bromas había levantado. Durante las fiestas del invierno, el ejército olímpico destruyó los edificios y desde entonces se le perdió el rastro a Momo y a sus diosecillos amigos. Sólo uno de los anfiteatros quedó en pie y es este que ahora mismo están ustedes contemplando. Pasados los años, cuando la era de los hombres sustituyó a la de los dioses, las gentes de este país comenzaron a celebrar fiestas en honor de este dios bromista, caído en desgracia por la malhumorada ira divina.

Sin embargo por muchos lugares del mundo como Montevideo, Venecia, Binche, Río de Janeiro o Cádiz se cuenta que Momo no pereció en aquel ataque y que viajó por muchas partes instaurando sus fiestas y sus artes. En todos esos sitios cada año por febrero se dedican fiestas a Momo, donde los artistas locales se ríen de los gobernantes mal avenidos y malhumorados. Se realizan una vez al año para que los capitostes no se enfaden y arramplen contra las buenas costumbres. Y para que sigan viviendo en la ilusión de que el auténtico poder sobre las cosas importantes reside en los de arriba. Para que sigan creyendo que son ellos los que están realmente tocados por la gracia divina.

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