Igual que existen los mitos clásicos, también existen los mitos contemporáneos. Los híbridos entre ser humano y animal son un lugar común de ambos, desde el minotauro, las sirenas y demás criaturas míticas hasta algunos superhéroes de la mitología de la cultura posmoderna. En La Isla del Dr. Moreau H.G. Wells planteó la posibilidad de que la ciencia pudiera dar vida a esas criaturas en forma de nuevos seres que combinaran la idiosincracia de las especies. En el Club de Lecturas Libres hicimos el juego de describir a un humanimal. En mi caso fue este Homo Vulpes, incluído en el cuadernillo de este año. Que disfrutéis de este remix y espero que encontréis esos guiños a los iconos y mitos de la cultura contemporánea.
La criatura se agazapaba agachada entre la hierba media. Con los delgados dedos peludos de su mano derecha, sostenía dos copas vacías y parecía vigilar el horizonte en busca de alguien. Sus manos eran peludas y pequeñas, de color negro, con finas garras en los extremos de los dedos. A diferencia de los hombres lobo que yo había conocido en el bosque sur, las tenía mucho más estilizadas, elegantes como guates de seda. Los pies eran finos y esbeltos, parecían sujetar su torso como una copa de vino que no tuviera base. Cuando se levantó pude ver el resto de su atlético cuerpo que estaba cubierto de una capa de pelo rojiza con una parte blanca en el abdomen y en el afilado hocico que olisqueaba el viento.
Me volvió a molestar la rodilla y tuve que cambiar de posición, provocando un poco de ruido de hojas. Sus orejas en lo alto de la cabeza, estimuladas por el más leve susurro, y sus amarillos ojos, ahora clavados firmemente en mí, revelaban que aquella criatura procedía de algún extraño cruce entre hombre y Vulpes Vulpes.
Más tarde descubrí que en el amor y en la caza, los hombres zorro son sigilosos perseguidores de pequeñas presas. Los humanimales más inteligentes celebran una especie de carnaval en el que se travisten de otra especie y se colocan algunos accesorios extravagantes. Al hombre zorro le gusta ponerse un antifaz negro asemejando un tejón y a veces una capa y un sombrero del mismo color, junto a un sable de hoja fina que usa para impresionar a las hembras. Aquel no llevaba disfraz.
Todo esto lo descubrí mucho más tarde, porque el primer contacto con la especie no fue distendido. Pero sí revelador. En un par de fogonazos, le tuve delante de mí, escrutándome con sus finos ojos entrecerrados, olisqueándome el rostro con su puntiagudo hocico, con un rictus serio y circunspecto. Debió sentir que yo estaba congelada por el miedo. Debió oler el pánico que me atenazaba las piernas cuando vi acercar una de sus garras hacia mí. Pero en lugar de atacarme como yo esperaba, cogió mi mano izquierda y después de olisquearla, la lamió, y empezó a emitir sonidos. Algo que parecía una cadena de palabras en un misterioso lenguaje. Una mezcla entre maullidos y susurros, algo que se acercaba a lo gutural pero que parecía tener lógica.
Para mi sorpresa, la criatura me sonrió y acercó una de las copas hacia mí. Aún sobresaltada, pegué un salto hacia atrás. La criatura volvió a su expresión seria y se alejó por la maleza volviendo su afilada mirada de vez en cuando.
Muchos días más tarde, descubrí que aquella noche el hombre zorro buscaba a la Mexican Foxy Girl. Así la llamo yo, pues la “mujer” tenía rasgos muy semejantes a una raza de zorro mejicano, el Vulpes Macrotis. Una presa pequeña de cuerpo recogido, suave hocico y orejas grandes y coquetas. A ella pude conocerla en un bar de la ciudad norte de los humanimales, tomando una copa de Vulcan Rabbit. Aquella noche, Moureau y yo vimos de nuevo al hombre zorro. Estaba sólo en un callejón añejo al bar, acariciando a un cariñoso gatito negro que se restregaba contra él con dulzura
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