martes, 18 de septiembre de 2012

Dolores

La madre los veía venir desde el ventanuco de la cocina cuando paseaban por la calle enfrente de la casa. Dolores iba pegada al hombro de Antonio. En sus brazos desnudos sentía el fino tacto del traje de chaqueta. Ella llevaba un vestido blanco de flores y una amplia sonrisa en el rostro. Los adoquines de piedra golpeaban en los pies bajo las zapatillas y la muchacha sentía molestia. Les acompañaba Joselito “el chico”, el hermano pequeño de Dolores. Iba dando saltitos, con su sonrisa picarona y su aspecto de diablillo con tirantes. Venían de pasar la mañana en la feria. Había hecho sol, pero a lo lejos se adivinaban algunas nubes oscuras. Cuando llegaron a la puerta de la casa, Antonio dijo que antes de pasar iba a comprar un vino. Ella asintió y fue a meterse a la casa con su hermano.

Antonio se marchó de vuelta calle abajo. Al llegar a una calle, encontró un burro atado a un pilote, enfrente de un bar donde departían algunos hombres bebiendo. Tenía dos cerones y dentro varias botellas de vino. La calle estaba tranquila. El sol apretaba en las sienes. Sólo se oía el rumor que venía del interior del bar. Una idea le rondaba la cabeza. Cogería algunas botellas para venderlas y llevaría una a casa de Dolores. No le gustaba robar, pero no era la primera vez que tenía que hacerlo. Quería causar buena impresión a la familia de la muchacha a la que conocería aquel día. Nadie se enteraría de aquello. Dolores aliviaba su soledad con su perpetua sonrisa. Pero aquel día le había mentido. Le habían echado de la obra por pelearse con el capataz. No tenía dinero. El sueldo era mísero pero al menos podía comer. Lo último que le quedaba lo había gastado esa mañana. Pensó vender aquel traje de chaqueta, pero era el último recuerdo de su padre muerto en la guerra. Quizás ella pudiera ayudarle a salir del trance. Aquel mismo día le confesaría su mentira. Pero llevaba varios días sin comer bien. Estaba desesperado. Y además, aquella tos bronca y la opresión en el pecho. Había estado enfermo todo el invierno y su salud no mejoraba. Se tocó la frente. Estaba caliente.

Se acercó al burro procurando que los zapatos no rechinaran. Las manos le temblaban y procuró relajar la tensión sacudiéndolas. Sacó la primera botella intentando que el tintineo fuera lo más leve posible. Miró al interior del bar. Así, la segunda, la tercera y la cuarta botella. Pero entonces, un pensamiento le hizo sentir pánico, las manos le sudaban y una botella resbaló. El estallido del cristal contra la piedra de la acera rompió la serenidad de la calle. El muchacho se quedó congelado de pánico durante un segundo. Fue suficiente para que alguien saliera del bar y se presentara delante de él un rostro terrible. Era un hombre grueso con una enorme papada, y ojos encendidos con un surco negro bajo ellos. Tenía una expresión espantosa de furia y cólera. Empezó a rugir lanzando amenazas. Era el dueño del burro y el vino. El muchacho se dio la vuelta y salió corriendo despavorido llevando las otras tres botellas, con el hombre detrás de él. Antonio era más joven y rápido, y logró dejarlo atrás. Se ocultó en un callejón. El corazón le latía muy rápido, le costaba trabajo respirar, la molestia en el pecho se había convertido en dolor. Se sentó. Sólo había sido un instante pero el hombre le había visto la cara. ¿Qué ocurriría si en aquel pueblo tan pequeño volvía a encontrarse con él? Recordó aquel rostro amenazante. Estaba perdido. Intentó reponerse. Se dijo que si tenía cuidado quizás no volvería a verle jamás, y con seguridad, el hombre se acabaría olvidando de él. Enfrascado en estos pensamientos, decidió levantarse. La opresión en el pecho había disminuido, aunque permanecía el calor en la frente. Llevó dos botellas a su casa y se dirigió con la otra a casa de Dolores.

Cuando llegó dio dos golpes en el portón que resonaron en el interior de la casa. Pudo ver la cara sonriente de Dolores. La luz del sol penetró en la entrada hasta que el sonido ronco de madera devolvió a la estancia a su anterior penumbra. Ella le notó algo sofocado y le preguntó si se encontraba bien. Con voz temblorosa, respondió que estaba un poco acalorado por venir subiendo la cuesta. Ella le agarró la mano. Sintió que estaba fría y le condujo hasta la cocina. La madre estaba encorvada sobre una olla, dando vueltas al caldo con una cuchara de madera. El olor a puchero acariciaba su nariz para escaparse luego por el hueco abierto del ventanuco. Estaba vestida con un traje negro con la falda hasta los pies. Al llegar, Dolores presentó al muchacho a la madre. Ésta le saludo amablemente y le dijo que se sentara. La cocina era solo el viejo anafe de carbón, una mesa pequeña y aquella silla de enea. Era algo incómoda y se tambaleaba porque estaba coja de una pata. Dolores empezó a hablar:
-    Ay mamá, qué guapo está Antonio, ¿verdad? Qué bien que lo hemos pasao.
-    ¿Adónde habéis ido hija?
-    A la feria, me ha invitao en la caseta. Hemos visto a unos saltimbanquis, y a los gitanos con la cabra. El Joselito por poco se me pierde. Se fue detrás de la cabra. Menos mal que Antonio dio con él. Estaba con un gitano mu simpático. Tienes que ir mamá, han puesto una caseta muy grande con un paseo. Hay muchos puestos de tiritos, de turrones…

En ese momento, sonó un fuerte estruendo. Era el ruido del portalón de atrás donde estaba el establo del burro. Se oyeron pasos, una silla arrastrando, y luego un grito lleno de rabia vino desde el salón.
-    ¡Mujer! ¡La comida!
-    Ya está ahí tu padre – dijo la madre– Pero hijo, estás algo flaco, ¿es que no comes? – preguntó la madre.

Antes de que Antonio pudiera imaginar una respuesta, Dolores le interrumpió:
-    El pobre es que está algo pachucho mamá. Este invierno ha estao resfriado muchas veces y no se lo ha curao bien. Y claro, cogiendo frío en la obra, tan temprano todas las mañanas… Le tengo dicho que vaya  ver a Don Alfonso, el médico, pero no me hace caso. Mañana mismo…

La muchacha fue interrumpida por aquel grito esta vez aún más feroz:
-    ¡Mujer! ¡La comida!

El rostro de Dolores perdió su jovialidad y su sonrisa se encogió, como si un mal presagio hubiera recorrido su cabeza.
-    Ven Antonio. Vamos a ver a Papá.

Tomó de nuevo la mano helada de Antonio y la llevó hasta el salón. Allí estaba el padre, sentado en una silla, con las piernas abiertas, los pies descalzos, y el cuerpo echado para atrás sacando barriga. El pantalón empezaba a la altura del ombligo y le hacía un tiro interminable que le cubría toda la tripa. Tenía una papada enorme, los carrillos igual de grandes en proporción, y ojeras abultadas con un surco negro por debajo. Cuando el muchacho atravesó el bastidor de la puerta, se le heló la sangre en el corazón al ver aquella escena. Era el mismo hombre. Sus miradas quedaron enfrentadas, al padre se le encendieron los ojos, se incorporó en la silla, pero justo cuando iba a levantarse, Dolores empezó a hablar:
-    Hola Papá. Este es Antonio. Venimos de la feria.
-    Hola señor – logró decir Antonio. La saliva se le secaba en los  labios y le faltaba el aire.
-    Hola – contestó secamente el padre, volviendo a adoptar su postura. El silencio en la estancia se prolongó durante unos segundos que parecieron una eternidad.
-    ¿Cómo ha ido en la bodega hoy, papá?
-    Bien – respondió el padre mirando para otro lado.
-    Bueno. Antonio siéntate aquí que enseguida traemos el puchero.

Dolores se marchó a la cocina cerrando la puerta tras de sí. Antonio se sentó a la mesa enfrente del padre. Llevaba en las manos la botella de vino que había robado al hombre que tenía enfrente. La habitación estaba casi a oscuras. Sólo un ligero chorro de luz venía de una ventana pequeña en lo alto. El lugar llevaba mucho tiempo cerrado, el aire era caliente y pesado. El cuerpo del hombre despedía un olor a vinagre rancio y sudor seco. A Antonio le empezó a resultar difícil respirar. Sintió la aspereza en los labios y la sequedad en la lengua. Estaba encogido de hombros. La cabeza le pesaba. Notaba una oscuridad en su frente. Su mirada se perdió entre las paredes blancas y desconchadas. Una escopeta de caza reposaba cerca de la silla donde estaba sentado el padre. Cuando Antonio la vio, quiso levantarse, huir de allí y no volver a ver a Dolores nunca más. Pensó que en cualquier momento se abalanzaría sobre él. Lo había visto en aquella expresión terrorífica de sus ojos. Procuró aclarar la mente y espero que hubiera un atisbo de juicio en aquel hombre. Pero cuando estaba inmerso en aquellos pensamientos el padre dijo:
-    No te parto la cabeza aquí mismo porque está ahí mi hija. Hoy te vas a comer el puchero, pero si te veo por aquí otra vez te mato. Y de ella olvídate, ratero.

Al muchacho se le encogió el pecho. Un lúgubre silencio se prolongó hasta que Dolores y su madre trajeron los platos de puchero. Se sentaron a la mesa. Joselito entró en la habitación, mucho más reservado, y se sentó al lado de su padre. Éste empezó el primero a comer. Antonio observó el plato. El olor del puchero se mezcló con el hedor a vinagre y a sudor provocándole náuseas. Empezó a sentirse cada vez peor. Le faltaba el aire. Entonces el padre dijo:
-    ¿Qué? ¿No te gusta el puchero?
-    Sí, sí… – musitó Antonio.

Cogió la cuchara. Una nube oscureció más la estancia. La opresión en el pecho de Antonio se volvió más punzante. Sintió que iba a desfallecer. Levantó la mirada y vio aquellos ojos fijos en él como los de una bestia acechando a su presa. No pudo respirar más. Se levantó y dijo:
-    Tengo que irme.
-    ¿Qué te ocurre? Tienes mala cara. ¿Llamo a un medico? – preguntó Dolores preocupada.
-    Me siento mal, Loli, debió ser el sol de esta mañana en la feria.

Entonces el rostro del padre se encendió y empezó a bramar:
-    ¿El sol? ¡Anda! ¡Vete ya de aquí sinvergüenza! Y que no te vuelve a ver la cara.
-    ¿Pero qué ocurre Papá? ¿Qué estás diciendo?
-    Ese sinvergüenza me ha robado cuatro botellas de vino. Me ha hecho perder el dinero que necesito para vivir.
-    No fue mi intención, se lo juro. Loli te lo iba a contar todo hoy mismo. Me echaron de la obra. No tengo dinero para comer, ni para medicinas.

Entonces el padre se lanzó hacia él y volcó la mesa. Se oyeron fuertes estallidos de cristal. Una riada de caldo y vino inundó la estancia a la vez que dos lágrimas se derramaban por las mejillas de Dolores.
-    ¡Fuera de aquí embustero! ¡Ladrón! ¡O te mato! – vociferó el padre.

El muchacho salió corriendo de la casa. Las nubes que amenazaron la mañana descargaban sobre él. El corazón iba a estallarle, cada vez le costaba más respirar. La frente le ardía. Llegó a su casa dando tumbos chocándose con las esquinas de las calles. Empapado, se precipitó en un sollozo sobre la cama. En la oscuridad de aquel cuarto, la soledad se mezclaba con las lágrimas y con  las alucinaciones, fantasmas con el rostro de aquel hombre. La tos se volvió más violenta y le iba desgarrando el pecho poco a poco. Estaba muy enfermo. No sabía si seguía en el mundo.

A la mañana siguiente, tenía una fiebre altísima. Llamaron a la puerta, encontró algunas fuerzas y pudo levantarse. Era la muchacha que le traía comida y unas toallas húmedas. Mientras le acariciaba, notaba su candidez y la suavidad de sus manos. Los días siguientes, Dolores volvió a visitarle en secreto. Su salud pareció mejorar, y logró salir de aquellas ensoñaciones. Ya podía levantarse. Pero una mañana otra persona llegó a la casa. Dolores abrió la puerta. El visitante arrojó a la muchacha de un zarpazo sobre la pared, cerró para que no escapara y se abalanzó sobre Antonio. El rostro del muchacho quedó enfrentado con aquel otro de sus pesadillas. El padre era una bestia cargada con la escopeta que él había visto en aquel sombrío salón. El muchacho imploró todo tipo de plegarias, pero fueron inútiles. Dos llamaradas de plomo le abrieron el pecho. Lo último que vio fue el rostro en lágrimas de Dolores.

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El relato es muy sensiblero y exageradamente trágico, lo sé. Lo escribí hace tres años cuando empecé en esto de los talleres. Había que escribir una historia inspirada por una foto que tuviéramos y yo elegí la que veis arriba. La foto de archivo familiar, pero tranquilos que la historia es ficticia. Aunque el texto sí que se lo dedico a la mujer de la foto, la hermana que perdió mi padre. Enfermó siendo muy jovencita, y no pudimos conocerla. Hoy mis padres se acordaron de ella después de encontrarse con un viejo amigo y pensé que era la ocasión de subir este relato.

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