Cortometraje

Cuando aparece la primera imagen en la pantalla, la historia se planta delante de sus narices con tal rotundidad que a las apenas cinco personas de la sala se les caen de la cabeza casi literalmente las preocupaciones, el frío de fuera que se les había agarrado más a la mente que al cuerpo, las prisas y la extrañeza de verse escrutados por ojos desconocidos en un desierto de butacas vacías. La reproducción se pone en marcha y la historia se va deshilvanando favorablemente de tal modo que todos se sienten a gusto y olvidan donde están, sólo viven en la pantalla. Sólo los interrumpe el revisor que parece nervioso y entra varias veces a comprobar no se sabe muy bien qué. Ni siquiera les deja la ceremonia de los créditos y parece que con ganas de irse a casa enciende rápido las luces y baja el sonido. Los espectadores se levantan de sus asientos y se miran complacidos, se saben pertenecientes a una especie de sociedad secreta y clandestina formada fortuitamente. No saben muy bien qué decirse pero todos sienten la misma extraña comunión. “Qué bien ha estado. Qué pena de pueblo, que no venga nadie a ver esto,”, dice una. “O qué afortunados nosotros que tenemos la sala para nosotros solos” dice otro. Hablan del programa y de las demás sesiones del ciclo y finalmente salen por la puerta del teatro. Dos calles más abajo se dan cuenta de que tienen que tomar caminos diferentes. Se despiden conscientes de que quizá no vuelvan a verse en el resto de sus vidas, pero complacidos por saberse un poco menos solos. Plano final: historias todavía por contar. Caminan de vuelta con una mirada distinta, se dan cuenta de que los problemas con los que entraron a la sala carecen de la mitad de la importancia. Desearían mantener esa mirada para siempre y caminan por la calle en completo silencio sólo recreándose con el sonido de sus propios pasos. Saben que para poder sobrevivir a veces la vida tiene que reproducirse con otra pausa.


Imagen: Contracuerpo, Eduardo Chapero-Jackson (MIC' 2011)